Cuando practiquemos el «invocar la presencia», sin explicarle a nadie lo que estamos haciendo, seremos testigos del milagro de la vida. Reconoceremos el despertar de la conciencia del instante presente de formas totalmente extrañas e inesperadas. Cuando menos lo esperemos, seremos testigos del poder de la presencia, que nos devuelve nuestro aprecio con gestos juguetones y cariñosos.
Y, a medida que nos permitamos tener cada vez más de estas experiencias de unidad, sabremos sin ningún género de dudas que nunca podremos estar solos, que nunca lo estuvimos y que nunca lo estaremos. También guardaremos como oro en paño la compañía de toda forma de vida.
Y cuando, a través de la experiencia personal, aceptemos de verdad que todos somos uno, entonces, en ese momento, el velo se levantará y veremos que todo tiene un propósito, un propósito que siempre ha sido y que siempre lo será.
Nuestro propósito es el amor.
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